...omar...

No entiende muy bien la necesidad de comer. Desayunar, almorzar, merendar, cenar. Ella se nutre principalmente de colores y contemplación. Trabaja por inercia, no por la necesidad de dinero. La ayuda a no pensar, a organizar una rutina que da sentido a sus días.

En la esquina de su casa hay un puesto de superpanchos por el que pasa a diario. Lo atiende Omar, un tipo que pesa el doble de lo que imaginan. A pesar que Laura tiene marido, que conoce los juegos sexuales que más la satisfacen, que no le faltan amigos y amigas con los que tener roces casuales, siempre le quedó una curiosidad: los obesos.

Aquella tarde decidió comerse un pancho, con mayonesa y papas pai, y charlar un rato con Omar. Le pareció simpático: padre adoptivo de tres hijos varones todavía pequeños, casado con una “mamita” chaqueña que decidió rehacer su vida en la gran ciudad después de enviudar y perder lo poco que tenía. Omar era policía de vocación, tuvo que dejar la Fuerza por su desmedida honestidad. Después de charlar lo que dura una salchicha entre dos panes, siguió su día, y no pudo quitarse de su cabeza al gran chef de panchos.

Abrió la puerta de su departamento y allí estaba su marido, con la televisión prendida, la comida en el horno y la cara algo pálida. Pudo ver su cabeza llena de pensamientos. “¿Qué tal?”, preguntó ella, como siempre. “Bien, amor…”, dijo él, cual autómata. Comieron pastel de papa. Algo salado, pensó ella, que guardó su comentario por no incomodarlo. Como si no bastara una hamaca paraguaya en un jardín con árboles, un libro que inspire una idea bonita y lleve al sueño, dejarse llevar por la brisa. Nada de eso entre Laura y su marido, ellos como mundo, trabajo, departamento, la infaltable necesidad de llenar la heladera.

Sólo Omar puede rescatar el tesoro que se hunde dentro de Laura, cree Laura. Por eso terminan en un telo del barrio; Laura supo coquetearlo y Omar no supo resistir tamaña tentación, comerse aquella flaquita. La distancia entre la superficie y el tesoro hundido es más grande que la distancia que se genera entre las caderas de Laura y el pene de Omar, aunque erecto, escondido bajo la gran curva de su barriga. Laura no llega a nada, Omar se siente defraudado por sí mismo. Se miran, se sonríen, creen que está bien terminarlo allí.

Cuando pasa a veces lo mira a los ojos y lo saluda, otras va muy apurada y decide no hacerlo. Pero sabe que él está siempre ahí, vendiendo sus panchos y mirándola pasar. Como niño enamorado, espera que algún día se vuelvan a encontrar.

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